Leyendas y cuentos del Ecuador

La Dama encantada
(Leyenda de Los Ríos)
Adaptación: Miguel Donoso Pareja

El hombre miró la planicie, la vegetación tropical extendiéndose hasta un horizonte que se unía a un cielo azul casi límpido. No sabía donde estaba Bodegas, que era como llamaban entonces a Santa Rita de Babahoyo, y al ver el cerro de Cacharí de piedra pulida, solitario, pensó en subirlo para tratar de orientarse.

Arreó la mula que lo acompañaba desde sus nevadas y lejanas montañas, agobiada de mercancías, y caminó hasta el cerro. Una vez allí, sintió algo extraño, una angustia que no pudo, en ese momento, comprender. Supuso que era simplemente el temor de no encontrar la ruta.
Antes de trepar calmó la sed bebiendo el agradable agua de la mococha, que es el nombre que se le da por esos lados al fruto tierno de la tagua. Dejó la acémila al pie del cerro, para que descansara.
 
Corrían los tiempos en que Santa Rita de Babahoyo era el punto de encuentro entre la Sierra y la Costa, el lugar por donde se realizaba todo el comercio entre estas dos regiones del país. Allí, por lo demás, se almacenaban muchos productos que luego se distribuían a diferentes poblaciones y, por su puesto, a Guayaquil, con destino al exterior. Esta era la razón para que fuese más conocida como Bodegas que por su propio nombre.
 
Y ahí estaban, en el azulado horizonte de ese día de la primera mitad del siglo XVIII porque ésta historia sucedió en esos años -, los techos de las casas de Santa Rita de Babahoyo. El hombre dio un grito de alegría ante el hallazgo que lo restituía a su ruta y, olvidándose de la sensación de malestar que lo envolvió antes de subir, se aprestó a descender por la pulida superficie...
 
Nunca supo como, pero ahí estuvo de pronto. Y lo miró con sus ojos atigrados, zarcos, según dicen los hombres del campo montubio, y que no es azul claro, como lo consignan los diccionarios, sino algo indefinido y refulgente, entre amarillo verdoso y grisáceo, de una belleza terrible. Esbelta, la mujer mostraba su rostro fino y perfilado, de líneas exactas enmarcado por una cabellera negra y sedosa que revoloteaba en el viento. En sus manos tenía un mate de plata y un peine de oro. 
 
Con una voz muy dulce, cargada de un misterio que la hacía sonar como si no fuese esta tierra, la mujer dijo:
 
-Escoge entre el peine de oro, el mate de plata y yo, lo que tu quieras será tuyo, dependiendo de ello tu felicidad o tu desgracia. 
 
Aun siendo la mujer tan bella, el hombre era comerciante. Por eso, calculó lo que podría significar en dinero el peine de oro, que se veía grande y pesado. El solo tenía amor por el dinero; lo único que sabía era comprar y vender. Por eso respondió: 
 
- El peine de oro. El rostro de la mujer se entristeció, desencajándose, y apenas pudo pronunciar, con voz ronca que parecía venir de quién sabe qué oscuridades: 
 
- Tu ambición te ha perdido - y desapareció de inmediato en medio de un grito irreproducible que salió del centro de la misma tierra. En ese instante, un roncar profundo envolvió al hombre y el Cacharí se abrió en dos, arrastrándolo a sus entrañas. Esa es la razón para que el cerro muestre dos cumbres y en su vientre haya una cueva sombría ante cuya presencia los viajantes se estremecen.
 
Cerca del cerro hay un estero y han pasado algunos años. Del comerciante solo había quedado la mula con su carga, de la que alguien se apropió, llevándola hasta Babahoyo, sin preocuparse por la suerte de su dueño. Es que el comerciante es así: importan las cosas, no las personas.
 
El estero estaba crecido. La tarde de invierno era soleada y brillante. Un pescador, joven y fuerte, lleno de vida, trabajador y alegre, aunque en cierto modo solitario, puesto que no tenía pareja, iba en su canoa, balumosa (liviana, con poco equilibrio sobre las aguas) y esbelta. El canalete sonaba chas, chas en la superficie del agua.
 
Fue entonces cuando oyó la voz de la mujer que lo llamaba. Miró: la Dama encantada había bajado del Cacharí y estaba bañándose en la orilla. Tenía en sus manos, como siempre, su mate de plata, y su peine de oro. Arreglándose el cabello y con esa misma voz dulce y cargada de misterio, la mujer le dijo: - Escoge entre el peine de oro, el mate de plata y yo. Lo que quieras será tuyo, de- pendiendo de ello tu felicidad o tu desgracia. 
 
El pescador pensó que el mate de plata y el peine de oro podrían convertirse en mucho dinero, pero que el dinero se acaba; él no comprendía la idea de atesorar la vida, no tenía ese significado según su criterio. La mujer por su parte, era bella y dulce, le producía un extraño y profundo efecto, de manera que la visualizó a su lado hasta el fin de sus días, envejeciendo juntos. Por eso preguntó: 
 
- ¿Para siempre?
 
El rostro de la Dama Encantada permaneció igual, pues no sabía a que se refería el pescador, si al peine, al mate o a ella. Otra vez su voz dulce se oyó frente al estero. Dijo:
- Si, para siempre.
Entonces el pescador respondió
- Te quiero a ti.
La mujer sonrió, dando muestras de una inmensa alegría, y le pidió al pescador que la llevara al otro lado de la ribera, donde podrían ser felices para toda la vida, pero le advirtió que durante el viaje él sería llamado y que oiría gritos y lamentos, pedidos de auxilio, llanto, y que jamás debería mirar hacia atrás, que es de donde vendrían esas voces. 
 
El pescador profundamente interesado en la mujer y en su amor se comprometió a no hacerlo, seguro de que podría cumplir con lo que ofrecía siendo tanto su deseo de estar con ella. 
 
Con el canalete firme en las manos y ella en la proa mirándolo con dulzura, brillantes sus ojos zarcos y el cabello negrísimo al viento, el pescador oyó que lo llamaban y que las voces iban en aumento, demandaban su auxilio gimiendo, muy cerca a veces, y las respiraciones heladas de los dueños de esas palabras rozándole la nuca, la espalda fuerte, los hombros tostados por el sol. Resistió aferrándose a esa ternura que lo incitaba a ir hacia ella, a tenerla para siempre.
 
Pero el pescador era pese a su soledad, un hombre que quería a los demás, y pensó que, siendo el amor fundamentalmente bondadoso, no podía hacerles daño que él mirara a los dolientes, que les diera su auxilio. Por eso miró, con lo cual se formó un inmenso remolino que hizo girar la canoa como si estuviera en un embudo interminable, y la voz de la Dama Encantada era como el rugido de esas aguas enfurecidas que lo llevaban hasta el fondo, a una oscuridad en la que ella desaparecía tristemente, y luego solo el estero crecido, aguas abajo, llevando plantas, ramas restos de animales, el cráneo de un caballo que parecía reír con malignidad.  

Comentarios

  1. Felicicto nuevamente a Trotsky Núñez por entregarnos textos de indudable valor cultural. "La Dama Encantada" es una historia tomada de la leyenda oral, adaptada por Miguel Donoso Pareja, en el magno proyecto de Literatura de Tradición Oral que tenía Wilson Hallo, ese singular soñador que llevó adelante varios proyectos de la cultura ancestral, a la vez que difundía el arte pictórico de todos los continentes.

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