Cabeza de Gallo
CÉSAR DÁVILA ANDRADE (1918-1967)
Sobre la colina cerníase una diabólica tormenta de vitalidad. Entre las parvas de bagazo rojizo
y los galpones embanderados, entre
el olor de la tierra recalentada y las emanaciones de los toneles, la plaza
ardía como un horno encendido la
víspera. Oíanse disparos de pólvora vana. Grandes globos de colores cabeceaban en el aire; a veces, una
racha de viento les hundía los flancos y
derivaban peligrosamente como criaturas
golpeadas en el abdomen.
Ignoraba a dónde iba y con quiénes
estaba. Todos constituíamos una gran
familia enajenada, rodeada de vapores y espejismos. Las vociferaciones, los cánticos, y el estrépito
metálico de las bandas, de música, nos
volcaban en el centro de una barahúnda
boba, surcada por sacudidas de mecánica
cordialidad. El aire resonaba y refulgía
en torno a nosotros y alguien daba disparatadas vueltas al manubrio de esta máquina de sonidos y visiones. De un
momento a otro, íbamos a ser paridos estruendosamente sobre un mundo
encendido por los cuatro costados. La
atmósfera como una matriz gigantesca empezaba
a contraerse y sus musculosas paredes exprimían nuestros cuerpos hasta convertidos en guiñapos. Era
aterradoramente bello ser batido y
molido con los dioses y las nubes, los caballos, las mulas y las cañas y los
toneles y las tiendas de colores que crujían, y olvidar todos los límites
dentro de aquel fluctuante cataclismo, mar
de formas y percepciones. A ratos llegábamos al infinito y volvíamos
repelidos por las cascadas del océano universal, tan parecido a un baño de cieno caliente. Los jinetes, ya
borrachos, atravesaban la plaza con sus caballos encintados, y nos golpeaban
sin causarnos daño. Todos los peligros se tornaban curiosamente blandos dentro de la holgada y calurosa cavidad de la
fiesta: una entrañable demencia les quitaba el poder de herir. En cierto
momento apreté los dientes para no
ahogarme y logré recordar que me hallaba en medio del carnaval de la colina de
Barriovientos. Experimenté entonces una punzante extrañeza a causa de mi
propia reflexión, pues allí sólo había
sitio para esa cosa inaudita que es la
vida recalentándose dentro de la gran vasija del aturdimiento. y no sé cómo me vi en una de las esquinas de
la plaza, junto al hombre encargado de
elevar los globos. En ese instante hinchaba con humo de chamizas un gran globo elíptico sobre el que estaba pintada una custodia con sus rayos de oro. En el
centro de la base, a dos palmos del
suelo, ardía una bola de estopa que
mandaba el aire caliente al interior del globo. Las superficies vibraban
y crujían contra el viento. Cuando estuvo lleno ya punto lo levantó hasta la altura de su rostro,
le imprimió un movimiento circular, y el globo partió cabeceando hacia la
altura. En medio del resplandor de la
mañana, las llamas errantes. Se volvían
invisibles, pero aunque sus lenguas eran absorbidas por la luz del sol, no perdían su fuerza
ascensional y las huecas figuras se
empequeñecían cada vez más y tomaban los rumbos
más caprichosos. Algunas, súbitamente desventuradas por una espada de fuego, se precipitaban como guiñapos lacios en la lejanía, en tanto
que otras eran arrastradas hacia los bosques
o caían cerca de una casa perdida en el campo, o terminaban de arder sobre un tejado ante el sobresalto
de los mayores y el asombro de los
niños.
Seguí el globo en que iba pintada la custodia y llegué a una pequeña
explanada en la que un grupo de personas rodeaba a un campesino encorvado en la tarea de cavar un
hoyo. A su lado, una mujer sostenía un
hermoso gallo de plumas aceradas, brillantes,
y de vistosa cresta.
La embriaguez de las primeras horas se evaporaba de mi cabeza y me dejaba
en un estado de estupor que me obligaba a contemplar todas las cosas como si
ocurrieran en una atmósfera imposible de compartir y al mismo tiempo,
inevitablemente ligada a mi conciencia.
Con su mano en forma de cuchara, el campesino acabó de extraer los últimos
terrones del hoyo y pidió el gallo a la mujer. El ave, con las alas plegadas,
estaba envuelta en un trapo de colores.
Las patas amarillas salían por debajo del trapo, atadas con una fibra de
cabuya. El hombre lo tomó y le enterró dejándole fuera únicamente la cabeza, en
torno a la cual apelmazó la tierra golpeando con el puño.
Las risas y las exclamaciones ahogaban los cloqueos del gallo, pero sus
ojos, como dos gotas de cristal, miraban enloquecidos a todas partes.
El campesino limpió el cascajo sobrante de los lados y contempló
satisfecho su obra. A ras de tierra brotaba una matita extrañamente insólita:
un tallo erizado de plumas, una flor viva que se desesperaba por arrancarse del
suelo.
Un muchacho gigantesco y flaco, de largos brazos huesudos, empezó a
golpear las manos por encima del grupo. El que capitaneaba la diversión le
vendó los ojos con un pañuelo, y otro le proveyó de un palo nudoso, de unos dos
metros de largo.
Le condujeron a cierta distancia del grupo y le obligaron a dar varias
vueltas sobre sí mismo, en tanto que recitaban una absurda letanía lugareña.
A continuación, le abandonaron todos a un tiempo y se alejaron de
puntillas, a fin de despistarle acerca del lugar que escogían para contemplar
el desarrollo de la acción.
El muchacho vendado apoyó el palo a modo de bastón, elevó la mano
izquierda y recorrió con ella la atmósfera varias veces, sobre su cabeza,
esforzándose por orientarse hacia el lugar en que brotaba del suelo la cabeza
del gallo.
De pronto, se volvió con viveza.
Había oído una pequeña risa reprimida y ese detalle le dirigió.
A continuación, rieron todos los del grupo y le alentaron con palabras a
seguir el camino que había tomado.
Empezó a avanzar tanteando el suelo con el palo, que ahora aferraba con
ambas manos.
Un muchacho, desprendiéndose del grupo, se adelantó con gran sigilo y
colocó un pedazo de mazorca de maíz en el trayecto del vendado. Éste descubrió
la mazorca con la punta del palo, y creyendo que había alcanzado la cabeza del
gallo, elevó derechamente el garrote. Cuando lo tuvo vertical sobre sí mismo,
tomó una larga aspiración, la retuvo y en seguida descargó un golpe tan feroz
que hizo pedazos la mazorca y aventó los granos en todas direcciones,
Todos estallaron en horribles carcajadas. El garrote volvió a elevarse
buscando direcciones en el aire. Se orientaba como una aguja. Un cloqueo
furtivo semejante a una burbuja que se rompe, le dio el indicio decisivo.
Ahora avanzaba derecho. Cuando la cabecita coronada de crestas rojas
estuvo al alcance del garrote, una mujer lanzó un chillido nervioso. El vendado
bajó el palo y empezó a rastrear el suelo con el extremo, sensible como un
dedo. De pronto, el gallo se sintió tocado y emitió un quejido de sorpresa. En
el pico entreabierto la lengua le palpitaba con afilado vaivén.
Ahora sí, el palo se elevaba contra el cielo, absorbiendo toda la energía
y la maña de los brazos del vendado. De repente, descendió relampagueante.
El grito de los espectadores reventó con violencia y terminó en un
murmullo de mal humor. El vendado había errado el golpe.
En ese instante por detrás de un corte del terreno, apareció un muchacho
con los ojos desorbitados, y gritó:
-¡Favor! ¡Se quema la iglesia!
Hubo un segundo de parálisis. El silencio dio una vuelta completa
alrededor de sí mismo. En seguida, un grito único se arrancó de las lenguas y
todos corrieron hacia la plaza.
El pañuelo que había servido de venda, todavía anudado, cayó cerca de la
cabeza del gallo.
Yo fui acercándome a él. Ambos estábamos alegres de que todos se hubieran
marchado y de que ardiera la iglesia.
Movió la cabecita de derecha a izquierda y con una atención conmovedora,
sus ojos de rubí reunieron la inmensidad.
¡Sentirse sepultado vivo y no poder aletear ya nunca ni estirar la pata
con el espolón bajo la ala
desplegada!
Lanzó un cloqueo de asombro y sacudió la cabecita. Miré
hacia donde él miraba y vi a la gallina Clara-legar salir de entre la alfalfa.
Venía preocupadísima. Llegó junto al enterrado, pero no pudo decirle nada en el
primer momento. Un cloqueo oscuro le hirvió en el buche y la garganta sin
acertar a salir. Era angustia con olor a maíz tibio y a gorgojos.
Clara-legar ladeó la cabeza como cuando empollaba acostada en el nido, y
con delicada atención escuchó el bullidor espacio en el que se forman los
puntos que pugnan por convertirse en pollos.
Picoteó el suelo en torno al cuello del enterrado, y sus patas escamosas,
no muy aseadas, empezaron a escarbar nerviosamente.
Esa fue la señal.
Comprendiendo que los jugadores podían volver, me apresuré a libertar al
ave. A poca distancia vi la barreta del campesino y removí con ella la tierra
apelmazada en torno al enterrado. En pocos minutos éste estuvo fuera. Lo libré
de la mortaja y le desaté las patas amarillas.
En el primer momento, amortiguado el cuerpo por el entierro, cayó sobre el
flanco izquierdo y quedó así, latiendo y acezando
unos segundos. Por fin se incorporó y se sacudió aparatosamente haciendo rebullir varias veces todas las plumas.
Cuando las aves se alejaron, una gran pluma de fuego ascendió a través de los árboles.
Bajé. La fiesta se había inmovilizado. De todas partes acudían hacia la iglesia nueva curiosos, pero ahora sus rostros tenían un vago aspecto de espanto. El aire de jolgorio se había cambiado en malestar. Se desparramaba un humo ancho y negro con olor a cera de altar y a trapo viejo. A causa del sol no se veían las llamas, pero el calor que se difundía era un indicio de la gravedad. Todas las puertas de la iglesia estaban abiertas y temblaban y la gente apiñada en torno dejaba arder el interior sin poder intervenir en nada. Nadie tenía una gota de agua por esos contornos, y sólo un río angurriento, sin sonido, era visto abajo, serpeando despacito por el fondo de una gran quebrada.
Cuando el incendio empezó a morder el altar compuesto en lo alto con la imagen crucificada del Patrón de la Fiesta, la gente cayó de rodillas murmurando y clamando un milagro. Pero no ocurrió nada.
En poco tiempo las llamas devoraron todo lo que encontraban, con furia ruidosa y desmelenada. Y sólo quedaron algunos escombros ralos, que al poco rato, caían como tizones negros.
Yo fui de los primeros en entrar en el recinto humeante de la iglesia. Todo era ceniza y mamarrachos carbonizados. Pero cuando llegamos al lugar en que había caído el altar del Patrón de la Fiesta, entre los escombros renegridos y los adornos quemados, vimos el cuerpo del crucificado, que sin brazos ni piernas, apenas había sido tocado por el fuego. Su rostro, manchado de ceniza y envuelto a medias en un jirón de cortinaje púrpura que no había llegado a consumirse, adquiría un punzante aspecto de gallo de riña maltratado y sangrante sobre el suelo sucio y descompuesto del combate. Y de pronto, sus ojos de vidrio inertes y anhelantes, me recordaron vagamente los ojos diminutos y vidriosos de alguien a quien aquella misma tarde, había visto mirarme desesperadamente.
Bajé. La fiesta se había inmovilizado. De todas partes acudían hacia la iglesia nueva curiosos, pero ahora sus rostros tenían un vago aspecto de espanto. El aire de jolgorio se había cambiado en malestar. Se desparramaba un humo ancho y negro con olor a cera de altar y a trapo viejo. A causa del sol no se veían las llamas, pero el calor que se difundía era un indicio de la gravedad. Todas las puertas de la iglesia estaban abiertas y temblaban y la gente apiñada en torno dejaba arder el interior sin poder intervenir en nada. Nadie tenía una gota de agua por esos contornos, y sólo un río angurriento, sin sonido, era visto abajo, serpeando despacito por el fondo de una gran quebrada.
Cuando el incendio empezó a morder el altar compuesto en lo alto con la imagen crucificada del Patrón de la Fiesta, la gente cayó de rodillas murmurando y clamando un milagro. Pero no ocurrió nada.
En poco tiempo las llamas devoraron todo lo que encontraban, con furia ruidosa y desmelenada. Y sólo quedaron algunos escombros ralos, que al poco rato, caían como tizones negros.
Yo fui de los primeros en entrar en el recinto humeante de la iglesia. Todo era ceniza y mamarrachos carbonizados. Pero cuando llegamos al lugar en que había caído el altar del Patrón de la Fiesta, entre los escombros renegridos y los adornos quemados, vimos el cuerpo del crucificado, que sin brazos ni piernas, apenas había sido tocado por el fuego. Su rostro, manchado de ceniza y envuelto a medias en un jirón de cortinaje púrpura que no había llegado a consumirse, adquiría un punzante aspecto de gallo de riña maltratado y sangrante sobre el suelo sucio y descompuesto del combate. Y de pronto, sus ojos de vidrio inertes y anhelantes, me recordaron vagamente los ojos diminutos y vidriosos de alguien a quien aquella misma tarde, había visto mirarme desesperadamente.
Colección “Cuarto creciente”, Campaña Eugenio Espejo 2001-2009,
Quito-Ecuador
Estamos en el centenario de nacimiento del extraordinario poeta y narrador César Dávila Andrade. Publicar uno de sus mejores cuentos es un homenaje de Trotsky que agradecemos
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